Son las doce y media de la madrugada. Lo sé, no es muy tarde comparado con otros días; pero queda menos de una semana para volver a la rutina y las cosas tienen que empezar a volver a su cauce normal.
Estoy sentada en el bordillo de la terraza porque en cuanto he abierto la ventana, algo ha hecho que me entren unas ganas terribles de escribir. Lo que ha pasado es que he abierto la ventana y olía a lluvia. Olía a humedad. Una humedad que me ha embriagado.

Entonces me he acordado del chaparrón de esta tarde. El agua rebotaba en la barandilla y las gotas caían por el cristal chocándose unas con otras. El cielo estaba gris pero, poco a poco, se vislumbraba un tímido rayo de sol atravesando las nubes y tocando el suelo. La tormenta se iba. Y aunque los truenos intentaban que el rayo se acobardase, no lo ha hecho. En lugar de eso, ha crecido, dejando paso a un enorme claro de nubes azul turquesa que ocupaban minuto a minuto el cielo.
Ahora la luna no se ve. El cielo está lleno de nubes grises y espero de verdad, que eso signifique que esta noche va a llover mucho más mientras duermo. Porque no hay nada que me haga sentir mejor, que oír el repiqueteo de la lluvia chocar contra la barandilla.
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