Me
desperté en un día triste. Todos me lo parecían. Una por una fui
haciendo todas las tareas que tenía por costumbre hacer tras
levantarme. Cada cual más monótona que la anterior. Como una
autómata me preparé el desayuno, abrí las ventanas, me puse lo
primero que cogí en el armario y, por último, entré al baño. Me
lave la cara, los dientes... y en todos estos movimientos evité
mirarme al espejo. Cuando acabé me coloqué frente al lavabo
con la vista baja, temerosa de levantar la vista y encontrarme con la
persona que había arruinado mi vida. Mi corazón comenzó a latir
cada vez más deprisa. Sentí la presión en el pecho y el miedo
palpitando en mis venas. Levanté la vista. Mantuve la mirada fija en
aquel rostro, tan diferente al de los demás, asombrada por ser capaz
de aguantarme la mirada. Conforme pasaron los primeros segundos ese
asombro se transformó, poco a poco, en un profundo malestar, es asco
y por último, en odio. La rabia me dominó por completo. Con una
respiración cada vez más entrecortada cerré las manos
convirtiéndolas en puños. Apreté tan fuerte que las uñas se
clavaron en la carne y noté como la humedad de la sangre brotaba de
palmas. Grité presa de la desesperación e impacté mi puño contra
el cristal del espejo. Cientos de pedazos cayeron al suelo
desquebrajándose. El espejo ya no era un espejo sino una red de
finas fisuras semejante a la tela de una araña, salpicada de rojo en
algunas partes.
- ¿Por qué?- me preguntaba continuamente en mi cabeza.- ¿Por qué me hacen esto?
Las
vendas de la mano me apretaban demasiado pero me aliviaba la idea de
que tal vez ese dolor me ayudase a ignorar el miedo. Volví la vista
atrás. No había nadie. Solté el aire despacio e inspiré. Repetí
el proceso unas cuantas veces más. No quería preguntarme que
pasaría cuando mi padre llegase a casa y encontrara el espejo hecho
añicos. No quería pensar en que me podrían estar siguiendo ahora
mismo. Volví la vista atrás de nuevo. Nadie. Nerviosa, aligeré el
ritmo pero en cuanto reflexioné sobre a donde me dirigía aminoré
el paso. El instituto no me pondría a salvo. En el momento en el que
ponía un pie fuera de casa no conseguía respirar tranquila.
Pronto
doblé la esquina que llevaba a mi instituto. Miré el reloj: hacía
cinco minutos que había sonado el timbre. Sin embargo, no me alarmé
ni empecé a correr para llegar a clase. Todo lo contrario, fui lo
más despacio que pude. Me parecía demasiado pronto. Desde hace unas
semanas eso era lo que hacía todas las mañanas. Era la mejor forma
de evitar a los compañeros de clase. Empecé a subir las escaleras y
la espalda comenzó a dolerme. El recuerdo de mi pequeño "tropiezo"
en ellas era todavía reciente. Llegué por fin a la puerta de clase y
con un nudo en el estómago golpeé con los nudillos de la mano buena
en la madera.
- Adelante- dijo alguien detrás de ella.
Sonó
la sirena que daba fin a las clases y tan rápido como pude cogí la
mochila y me dispuse a salir de allí.
- No tan deprisa señorita Hale. Quiero hablar con usted.
- Perdone señor, yo...
- ¿Tiene prisa por llegar a algún sitio?
- Em.. no señor- respondí resignada y me acerqué a la mesa.
- Le ha comentado a sus compañeros- comenzó en voz alta dirigiéndose a todos los presentes para mi consternación - lo baja que está en todas las materias del curso? ¿Acaso requiere de un trato especial y no se me ha consultado primero?- su pregunta fue seguida de un coro de risas y acompañada de una sonrisa torcida en su feo rostro.
- ¿Puedo irme ya?- dije con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos.
- Si, puede irse.
Abrí
la puerta de un empujón y fui corriendo al baño de señoras donde
me metí cerrando de un portazo y comencé a llorar.
Estuve
un buen rato. Ya que no saldría la primera, saldría la última.
Entorné la puerta y me asomé. Los pasillos estaban vacíos. Salí
del baño y tan solo había dado dos pasos cuando una mano me agarró
del pelo y me estiró hacia atrás. Grité y un puñetazo fue a parar
directamente a mi mandíbula.
- Calla puta negrata.
Alguien
me agarró por la espalda mientras Pedro, que me había dado el
puñetazo, me asestaba otro golpe; esta vez en el estómago. Aullé
de dolor y me doblé hacia delante tosiendo.
- ¿Qué está pasando aquí?- Preguntó una voz lejana.
Empezaba
a marearme. Los brazos que me sujetaban me soltaron y caí al suelo.
Pude oir como los dos chicos se alejaban corriendo del lugar. Una
mano me tocó el hombro y me ayudo a ponerme derecha apoyándome en
la pared.
- ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño?
- Estoy bien – dije con un hilo de voz.
- ¿Qué ha pasado? - Sonaba preocupado. Me resultaba extraño que alguien se preocupara por mi. Pero no podía decir nada. Tenía miedo.
- Nada, no ha pasado nada.
Traté
de ponerme en pie pero perdí el equilibrio. El hombre me sujetó y
evitó que volviera a caer. En ese momento, pude fijarme en su cara.
Era joven. El nuevo profesor de lengua. Me gustaba porque nunca me
había dicho nada por llegar tarde.
- Puedes contármelo. - Bajé la vista y no respondí.
- Tara, no te preocupes, yo me encargaré.- me giré y le miré asustada.- En serio, no dejaré que te vuelvan a hacer daño.
- Vamos, te llevaré a casa.
Me
llevó a casa y lo volvió a hacer día tras día. Consiguió cumplir
su promesa, no dejó que volvieran a hacerme daño. Al menos, hasta
que yo misma fui capaz de defenderme y plantarles cara. Hasta que me
di cuenta que no había razón para que gente como aquella tratara de
hacerme sufrir. Encontré la manera de sonreir al levantarme por las
mañanas y eso nunca nadie logró quitármelo.
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