Un papel escrito sin tachones, no es un papel; y el suyo tiene muchos. No dice nada, pero lo escucha todo; puede que nadie lo haga tan bien. Ya es de noche, pero lo conoce todo y no necesita más tiempo. No hay ninguna luz que encienda sus ojos de gata, ni sonido que la embriague. La inmensidad le invade, completa hasta el estómago, haciéndole tomar una bocanada entrecortada de aire. Falta una cosa: la esfera que la hace enloquecer dos veces al mes. No está, hoy no. Y la echa de menos a pesar de todo.
Si Antoine de Saint-Exupéry estuviese aquí se corroboraría en lo de que lo esencial es invisible a los ojos. Como se suele decir: la procesión va por dentro; y unas hormigas que no se detienen, van y vuelven como llamadas por un impulso mayor. No hay camino que recorrería tantas veces como el de las pecas que le llevan hasta tu boca. Aunque alguna, perdida, se desvíe en otra dirección que se ha aprendido ya de memoria. Nunca nadie sabrá cuanto deseó esa noche ver la luna reflejada en sus ojos frente a ese cristal; ni la fuerza con la que clavó las uñas contra las sábanas de aquel destartalado colchón. Mosquitos que le dejarían tantas marcas en la piel como lo hacías tú, pero que siempre conseguiste superar. Mordiscos de manera inadvertida y sigilosa, en el fondo dolorosa. Y aquellos 4 relojes con el tic-tac al unísono.
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